Se trataba de dos amigos con una gran tendencia hacia la mística.
Cada uno de ellos consiguió una parecela de terreno donde poder retirarse a meditar tranquilamente.
Uno de ellos tuvo la idea de plantar un rosal y tener rosas, pero enseguida rechazó el propósito, pensando que las rosas le originarían apego y terminarían por encadenarlo.
El otro tuvo la misma ida y plantó el rosal.
Transcurrió el tiempo.
El rosal floreció, y el hombre que lo poseía disfrutó de las rosas, meditó a través de ellas y así elevó su espíritu y se sintió unificado con la madre naturaleza. Las rosas le ayudaron a crecer interiormente, a despertar su sensiblidad y, sin embargo, nunca se apegó a ellas.
El amigo empezó a echar de menos el rosal y las hermosas rosas que ya podría tener para delitar su vida y su olfato. Y así se apegó a las rosas de su mente y, a diferencia de su amigo, creó ataduras.
El Maestro dice: A lo que tienes que renunciar es al sentido de posesividad y a la ignorancia
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