Los seres humanos somos una especie curiosa, nos pasamos la vida esperando grandes acontecimientos que nos cambien la vida.
Quizás la razón de esto es que nos creemos demasiado importantes, demasiado grandes, pensamos que sólo este tipo de eventos serán capaces de hacernos cambiar nuestros decididos y marcados rumbos, probablemente en nuestro fuero interno estamos convencidos de que sabemos a dónde vamos, e incluso por qué no, creemos que gobernamos nuestras vidas. Como esa sentencia que una vez escuché a un profesor de universidad decirle a un alumno mirando por encima de su hombro mientras realizaba un examen: “¡Qué ignorante!”. Sí, qué ignorantes, pero cambiando el desprecio con el que él lo dijo por mucha compasión, compasión por nuestra inocencia, o por nuestro autoengaño; a veces la realidad es tan dura que podría acabar de un sólo golpe con nuestra amada autoestima y nos vemos obligados a protegerla con nuestras pequeñas o grandes mentiras.
No sé si nos olvidamos o sencillamente ignoramos, el verbo olvidar sugiere que alguna vez deberíamos haber sido conscientes, y tampoco de esto estoy seguro, por lo que lo más adecuado será decir que definitivamente ignoramos que la mayoría de los grandes cambios de nuestra vida tienen su origen en pequeños detalles, cosas casi insignificantes, que además no suelen venir anunciados, ni con redobles ni de ninguna otra manera especial, pequeñas cosas que nos hacen creer que existen otras posibilidades y otras rutas diferentes a las que nos habíamos planteado, pequeñas chispas capaces de encender el motor de nuestras emociones y sueños.
Son esas conversaciones privadas que de pronto se dan cuando nos paramos a escuchar, y me refiero a escuchar de verdad, a eso que hacemos tan mal, bastan un par de frases que se le escapen a alguien, cargadas con una pequeña porción de verdad para ti, disparadas sin intención de dañar y que son suficientes para hacer temblar tu mundo.
Son esas miradas que de pronto descubres en los ojos de alguien, miradas que brillan de una manera especial que nunca has visto y por las que aparcas indefinidamente tus planes y decides seguirlas, pase lo que pase, hasta el lugar al que te lleven.
Son esas risas que sólo con esa persona compartes, diferentes al resto, que sólo tu percibes y que marcan la invisible diferencia entre esa persona y el resto del mundo.
Son esos instantes mágicos que a veces se cruzan por nuestras vidas, duran segundos, sólo segundos, pero sabes que como te agarres a ellos son capaces de dar la vuelta a tu vida.
No pueden buscarse, ni mucho menos razonarse, la decisión la tomamos cuando la razón duerme, cuando el corazón manda, una vez tomada tenemos cabeza de sobra para encontrarle las justificaciones lógicas e intelectuales para calmar a nuestra conciencia y al resto del mundo.
Pueden pasar años sin que vivas uno de esos instantes, pero están allí, esperándote en cualquier rincón del mundo, en cualquier esquina, sólo has de saber mirar.
Como seres humanos subestimamos a menudo nuestro poder, es un poder increíble, cada uno de nosotros tenemos la capacidad de cambiar la vida de cualquier otra persona del planeta, porque lo sepamos o no, los creadores de momentos únicos y mágicos somos nosotros, quizás no podamos crear nuestros propios momentos, no tenemos esa llave o no sabemos hacerla girar, pero lo que sí podemos es iluminar los de los demás.
Tus miradas son tuyas, tus conversaciones también, puedes elegir a quien rozar con tu mano o con tu alma, puedes regalarle un día, sal a la calle mañana y crea algo diferente para alguien, quizá sea un desconocido, quizá lleve años esperándote.
Elige a alguien y regálale uno de esos días, los que guardan un momento que nunca se olvida, tal vez, sin darte cuenta, estés cambiando su vida.
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