— Gabriela siempre se está quejando de que yo no le presento a mis amigos. Todo el tiempo quiere conocer a los chicos y las chicas de la facultad. ¡Me tiene harto!
— ¿Y tú le presentas a la gente de la facultad?
— Yo no la oculto. Si nos cruzamos con alguien en la calle o en una fiesta yo la presento, pero lo que ella quisiera es
entrar en mi mundo de relaciones.
—Que es, si yo entiendo bien, justo justo lo que tú no quieres.
—Y... depende...
— ¿Depende de qué?
— Qué sé yo. Depende. Si la cosa se da naturalmente, está bien. Pero forzar situaciones, no.
— ¿Tú me estás cargando? ¿Qué es forzar situaciones? Que haya una fiesta de la gente de la facultad, que te inviten, y que vayas con tu novia, ¿eso es forzar?
— Sí, claro que es forzar. No tiene nada que ver. Si nadie la conoce.
— Esto parece joda, Demián. Yo tenía un primo que antes de almorzar y antes de cenar se comía un sándwich, porque
decía que no podía comer nada con el estómago vacío.
— Yo no veo la relación entre el chiste y lo mío.
—No, hoy no le ves la relación a nada. Me dices que no le das lugar a Gabriela entre tus amigos, porque ni la conocen y no la conocen porque tú no le das lugar...
—...
— ¿Para qué, Demián?
— Porque Gabriela...
— ¿Para qué, Demián, para qué?
— ¿Para qué?... Para no mezclar.
— ¿Cómo es eso?
— Claro, yo no quiero mezclar estos dos grupos de relaciones... Y no creas que me resulta fácil. No sólo Gabriela se enoja, la verdad es que también discuto con mis compañeros de la facu, también ellos insisten para que traiga a Gaby.
Nadie entiende que quiero tener las cosas en su lugar: una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
— Pero dime, esta cosa y esta otra cosa y las otras cosas diferentes de estas cosas, ¿no están acaso anidando todas
adentro de ti?
—¿Para qué quieres que no se mezclen?
—No sé, gordo, pero no quiero mezclarlas.
—No es la primera vez que haces esto, ¿verdad?
— ¿Cómo que no es la primera vez?
—Claro, ya otras veces me has contado que te ocupas de no mezclar.
—Ah, sí, creo que te hablé alguna vez de no mezclar mi familia con mis amigos, la gente del club con la de la facultad, y no sé cuál otra.
—Yo siento que intentar preservar lugares privados que te pertenecen debe ser útil, es cierto. Pero también creo que
encasillar los hechos y las personas de tu vida para que nunca se crucen, es demasiado fatigoso y a veces, yo diría
peligroso.
— ¿Por qué peligroso?
— Porque me parece que poniendo barreras y limitaciones, los otros empiezan a dudar de sus propios lugares y reclaman que les des la posibilidad de compartir contigo tus cosas, sobre todo las que se ve que son importantes.
—Ese es su problema, no el mío.
— No te pongas rígido. Será su problema, pero tú eres el que tiene que saber que el otro se queda resentido, se siente excluido y despreciado. Este es el riesgo. Quizás terminas hiriendo al otro “por no mezclar”, arruinas tu relación con ellos, por poner vallas.
—Creo que lo hago sólo con mis grupos de amigos, porque son totalmente separados...
—Demi, algunos meses después de empezar terapia conmigo, llegaste de la facultad, te habías quedado sin guita y no querías pedirle a tus viejos. ¿Te acuerdas? Yo, naturalmente, te ofrecí prestarte hasta el mes siguiente, o hasta cuando tuvieras. ¿Sí?
—Sí.
— ¿Y te acuerdas qué pasó?
—Sí, no la quise aceptar.
— ¿Te acuerdas de tus argumentos?
—No, no sé.
—Me dijiste que te sorprendía, que me agradecías pero que “no querías mezclar”. ¿No te suena esa frase?
—Bueno, pero tú no te sentiste ni despreciado, ni excluido, ni no sé qué...
— ¿Estás seguro?
— ...Casi.
— Mientes. No estás seguro ni un poquito.
— Mira, contigo, no estoy seguro ni de cómo me llamo.
— Te puedo asegurar, Demi, que a veces no importa cuán claro tengas las cosas. Cuando tú ofreces ayuda de corazón al otro y el otro la rechaza porque es estúpido, orgulloso o simplemente porque sí, no tienes ganas de festejar; la primera sensación es de mandarlo a la mierda.
—Es verdad, entiendo.
—Para variar te voy a contar un cuento
— Yo no la oculto. Si nos cruzamos con alguien en la calle o en una fiesta yo la presento, pero lo que ella quisiera es
entrar en mi mundo de relaciones.
—Que es, si yo entiendo bien, justo justo lo que tú no quieres.
—Y... depende...
— ¿Depende de qué?
— Qué sé yo. Depende. Si la cosa se da naturalmente, está bien. Pero forzar situaciones, no.
— ¿Tú me estás cargando? ¿Qué es forzar situaciones? Que haya una fiesta de la gente de la facultad, que te inviten, y que vayas con tu novia, ¿eso es forzar?
— Sí, claro que es forzar. No tiene nada que ver. Si nadie la conoce.
— Esto parece joda, Demián. Yo tenía un primo que antes de almorzar y antes de cenar se comía un sándwich, porque
decía que no podía comer nada con el estómago vacío.
— Yo no veo la relación entre el chiste y lo mío.
—No, hoy no le ves la relación a nada. Me dices que no le das lugar a Gabriela entre tus amigos, porque ni la conocen y no la conocen porque tú no le das lugar...
—...
— ¿Para qué, Demián?
— Porque Gabriela...
— ¿Para qué, Demián, para qué?
— ¿Para qué?... Para no mezclar.
— ¿Cómo es eso?
— Claro, yo no quiero mezclar estos dos grupos de relaciones... Y no creas que me resulta fácil. No sólo Gabriela se enoja, la verdad es que también discuto con mis compañeros de la facu, también ellos insisten para que traiga a Gaby.
Nadie entiende que quiero tener las cosas en su lugar: una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
— Pero dime, esta cosa y esta otra cosa y las otras cosas diferentes de estas cosas, ¿no están acaso anidando todas
adentro de ti?
—¿Para qué quieres que no se mezclen?
—No sé, gordo, pero no quiero mezclarlas.
—No es la primera vez que haces esto, ¿verdad?
— ¿Cómo que no es la primera vez?
—Claro, ya otras veces me has contado que te ocupas de no mezclar.
—Ah, sí, creo que te hablé alguna vez de no mezclar mi familia con mis amigos, la gente del club con la de la facultad, y no sé cuál otra.
—Yo siento que intentar preservar lugares privados que te pertenecen debe ser útil, es cierto. Pero también creo que
encasillar los hechos y las personas de tu vida para que nunca se crucen, es demasiado fatigoso y a veces, yo diría
peligroso.
— ¿Por qué peligroso?
— Porque me parece que poniendo barreras y limitaciones, los otros empiezan a dudar de sus propios lugares y reclaman que les des la posibilidad de compartir contigo tus cosas, sobre todo las que se ve que son importantes.
—Ese es su problema, no el mío.
— No te pongas rígido. Será su problema, pero tú eres el que tiene que saber que el otro se queda resentido, se siente excluido y despreciado. Este es el riesgo. Quizás terminas hiriendo al otro “por no mezclar”, arruinas tu relación con ellos, por poner vallas.
—Creo que lo hago sólo con mis grupos de amigos, porque son totalmente separados...
—Demi, algunos meses después de empezar terapia conmigo, llegaste de la facultad, te habías quedado sin guita y no querías pedirle a tus viejos. ¿Te acuerdas? Yo, naturalmente, te ofrecí prestarte hasta el mes siguiente, o hasta cuando tuvieras. ¿Sí?
—Sí.
— ¿Y te acuerdas qué pasó?
—Sí, no la quise aceptar.
— ¿Te acuerdas de tus argumentos?
—No, no sé.
—Me dijiste que te sorprendía, que me agradecías pero que “no querías mezclar”. ¿No te suena esa frase?
—Bueno, pero tú no te sentiste ni despreciado, ni excluido, ni no sé qué...
— ¿Estás seguro?
— ...Casi.
— Mientes. No estás seguro ni un poquito.
— Mira, contigo, no estoy seguro ni de cómo me llamo.
— Te puedo asegurar, Demi, que a veces no importa cuán claro tengas las cosas. Cuando tú ofreces ayuda de corazón al otro y el otro la rechaza porque es estúpido, orgulloso o simplemente porque sí, no tienes ganas de festejar; la primera sensación es de mandarlo a la mierda.
—Es verdad, entiendo.
—Para variar te voy a contar un cuento
Había una vez un señor que tenía un sirviente bastante tonto. El señor no era tan mezquino como para echarlo, ni tan generoso como para mantenerlo sin que hiciera nada, (que es lo mejor que se puede hacer con un tonto!). El caso es que el señor trataba de darle tareas sencillas para que el tonto “sirviera para algo”. Un día lo llamó y le dijo:
—Anda hasta el almacén y compra una medida de harina y una medida de azúcar. La harina es para pan y el azúcar para dulce, así que: Que no se mezclen. ¿Me escuchaste? ¡Que no se mezclen!
El sirviente hizo esfuerzos por retener la orden: una medida de harina, una medida de azúcar y que no se mezclen... Que no se mezclen. Tomó una bandeja y partió al almacén. Camino al almacén repetía para sus adentros “una medida de harina y una medida de azúcar pero que no se mezclen!” Llegó al almacén:
—Una medida de harina, señor.
El almacenero metió el jarro de la medida en la harina y la sacó colmada. El sirviente acercó la bandeja y el almacenero vació el jarro sobre la bandeja.
—Y una medida de azúcar –dijo el comprador.
Otra vez el almacenero tomó una medida, la introdujo en el gran cajón y la sacó, esta vez llena de azúcar.
— ¡Que no se mezclen! –dijo el sirviente.
—Y entonces ¿dónde pongo el azúcar? –preguntó el almacenero.
El otro pensó un rato, y mientras pensaba (cosa que buen trabajo le costaba), pasó la mano por el lado de abajo de la
bandeja “dándose cuenta que estaba vacío” (¿?), así que en una rápida decisión, dijo:
—Acá –Y dio vuelta la bandeja derramando, por supuesto, la harina.
El sirviente dio media vuelta y volvió contento a la casa: una medida de harina, una de azúcar y que no se mezclen.
Cuando llegó el señor de la casa lo vio entrar con la bandeja de azúcar, le preguntó:
— ¿Y la harina?
— ¡Que no se mezclen! – contestó el tonto— ¡Está acá!... y en un rápido movimiento, dio vuelta la bandeja...derramando también el azúcar...
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