lunes, 31 de marzo de 2014
REGALOS PARA EL MAHARAJÁ
—Mira, Demián, sería fantástico que le llevaras los apuntes a tu amigo, sería ideal que además sintieras placer al hacerlo, sería razonable que lo hicieras sin emoción alguna, pero ¿sintiendo bronca?... Yo no creo que Juan pueda aprobar esa materia estudiando por esos apuntes!
— ¿Eso qué tiene que ver?
— Nada, es una broma, pensaba en las “malas ondas” como dicen ustedes.
— No sé qué hinchas tanto, si yo ya dije que los iba a llevar.
— Hincho para que sepas cómo llegas a estas situaciones. ¿Te cuento un cuento? Una vez un maharajá, que tenía fama de ser muy sabio, cumplía 100 años. El acontecimiento fue recibido con gran alegría, ya que todos querían mucho al gobernante. En el palacio se organizó una gran fiesta para esa noche y se invitaron a poderosos señores del reino y de otros países. El día llegó y una montaña de regalos se amontonó en la entrada del salón, donde el maharajá iba a saludar a sus invitados. Durante la cena, el maharajá pidió a sus sirvientes que separaran los regalos en dos grupos: los que tenían remitente y los que no se sabía quién los había enviado.
A los postres, el rey mandó traer todos los regalos en sus dos montañas. Una de cientos de grandes y costosos regalos y otra más pequeña, de una decena de presentes. El maharajá comenzó a tomar regalo por regalo de la primera montaña y fue llamando a los que habían enviado los regalos. A cada uno lo hacía subir al trono y le decía:
—Te agradezco tu regalo, te lo devuelvo y estamos como antes –y le devolvía el regalo, no importaba cuál fuera.
Cuando terminó con esa pila, se acercó a la otra montaña de regalos y dijo:
—Estos regalos no tienen remitente. A estos sí los voy a aceptar, porque estos no me obligan y a mi edad, no es bueno contraer deudas.
—Cada vez que recibes algo, Demián, puede estar en tu ánimo o en el del otro, transformar este dar en una deuda. Si fuera así, sería mejor no recibir nada. Pero si eres capaz de dar sin esperar pagos y de recibir sin sentir obligaciones,
entonces puedes dar o no, recibir o no, pero nunca más quedarás endeudado. Y lo más importante, nunca más nadie dejará de pagarte lo que te debe, porque nunca más nadie te deberá nada.
Cuando Jorge terminó de hablar, la bronca había desaparecido. Me di cuenta de que no tenía obligación de llevarle los apuntes. Me di cuenta de que lo que él me había ayudado, fue hecho con sus ganas. Y aún más: si lo había hecho como una manera de dejarme deudor, era un turro y entonces yo no quería hacerle favores. No debía pues nada y podía hacer lo que quisiera. Así que le di un beso a Jorge y me fui a llevarle los apuntes a Juan.
BUSCANDO A BUDA
A veces, volvía a preguntarme si el fundamento filosófico gestáltico no era demasiado egoísta. Parecía que la ideología daba tanta libertad, que alguien podía elegir cagarse en el resto del mundo y estaba bien. Alguien podía vivir mirándose el ombligo y no había problema. Parecía en fin, que los valores positivos de nuestra educación no eran valores para la Gestalt. Así que se lo pregunté al gordo.
— Es verdad –me dijo—, a veces parece que fuera así.
— ¿Y no es así?
— Sí. Es así... por eso parece que fuera así.
— ¡Qué gracioso!
— No, en serio, es así. En todo caso, de la Gestalt no sé. Pero yo, yo sí creo que cada uno debe ser como es, aunque ese “como es” sea una mierda.
— ¿Tú prefieres vivir entre la mierda?
— No, pero imagínate qué pasaría si cada uno viviera como es. Exactamente fiel a como es... Yo creo que pasaría lo
siguiente: Los que son una mierda, seguirían siéndolo y el cambio no aportaría nada. Pero los que actúan como mierda, sólo porque viven esforzándose por mejorar, esos, se volverían gentes muy agradables... y como si esto fuera poco, los bondadosos de corazón, dejarían de cuestionarse y tendrían mucho tiempo libre para hacer las cosas bien.
—Pero el final es lo mismo.
—No, no lo es. La educación en que vivimos cree que hay que educar la solidaridad, yo creo que hay que dejarla salir.
— ¿Qué tal educar para dejarla salir?
— Quizás pudiera ser útil, pero sin forzar a nadie a ser solidario. Eso es empujar al río para que fluya... y no me calza.
— Pero entonces existen mejores y peores personas, existen el egoísmo y la solidaridad, existen el bien y el mal.
— Es probable, pero prefiero pensar que existen alturas de vuelo. Prefiero pensar que andamos por el mundo caminando y caminando. Que hay algunas pocas personas que vuelan, como los maestros; que hay algunas, menos aún, que vuelan hay algunas pocas personas que vuelan, como los maestros; que hay algunas, menos aún, que vuelan muy alto, como los sabios, y que hay también, qué pena, quienes se arrastran. Son los que ni siquiera tienen altura para levantar su cabeza del suelo; son los que tú y yo llamamos malos tipos. Incluso admitiendo que no todos tienen alas, yo creo que cada uno puede aceptar su camino; o tratar de crecer para ganar altura.
Pero la locura existe y hay algunos que, en lugar de alzar vuelo, dedican su esfuerzo a trepar para parecer más altos; y quienes, aunque suene increíble viven enterrándose más y más abajo buscando no sé qué respuestas.
— En todo caso, me parece que todo depende de lo elevado del objetivo.
—No sé, ¿te cuento un cuentito?
Buda peregrinaba por el mundo para encontrarse con aquellos que se decían sus discípulos y hablarles acerca de la Verdad. A su paso, la gente que creía en sus decires venía por cientos para escuchar su palabra, tocarlo o verlo,
seguramente por única vez en sus vidas. Cuatro monjes que se enteraron de que Buda estaría en la ciudad de Vaali,
cargaron sus cosas en sus mulas y emprendieron el viaje que llevaría, si todo iba bien, varias semanas. Uno de ellos
conocía menos la ruta a Vaali y seguía a los otros en el camino.
Después de tres días de marcha, una gran tormenta los sorprendió. Los monjes apuraron el paso y llegaron al pueblo, donde buscaron refugio hasta que pasara la tormenta. Pero el último no llegó al poblado y debió pedir refugio en casa de un pastor, en las afueras. El pastor le dio abrigo, techo y comida para pasar la noche.
A la mañana siguiente, cuando el monje estaba pronto para partir fue a despedirse del pastor. Al acercarse al corral, vio
que la tormenta había espantado las ovejas del pastor y que éste trataba de reunirlas. El monje pensó que sus cofrades
estarían dejando el pueblo y si no salía pronto, los demás se alejarían. Pero él no podía seguir su camino, dejando a su
suerte al pastor que lo había cobijado. Por ello decidió quedarse con él hasta juntar el ganado.
Así pasaron tres días, tras los cuales se puso en camino a paso redoblado, para tratar de alcanzar a sus compañeros.
Siguiendo las huellas de los demás, paró en una granja a reponer su provisión de agua. Una mujer le indicó dónde estaba el pozo y se disculpó por no ayudarlo, pero debía seguir con la cosecha... mientras el monje abrevaba sus mulas y cargaba sus odres con agua, la mujer le contó que tras la muerte de su marido, era difícil para ella y sus pequeños hijos llegar a recoger la cosecha antes de que se pudriera.
El hombre se dio cuenta de que la mujer nunca llegaría a recoger la cosecha a tiempo, pero también supo que si se
quedaba, perdería el rastro y no podría estar en Vaali cuando Buda arribara a la ciudad. Lo veré algunos días después, pensó, sabiendo que Buda se quedaría unas semanas en Vaali. La cosecha llevó tres semanas y apenas terminó la tarea, el monje retomó su marcha...
En el camino, se enteró de que Buda ya no estaba en Vaali. Buda había partido hacia otro pueblo más al norte. El monje cambió su rumbo y se dirigió hacia el nuevo poblado. Podría haber llegado aunque más no fuera para verlo, pero en el camino tuvo que salvar a una pareja de ancianos que eran arrastrados corriente abajo y no hubieran podido escapar de una muerte segura. Sólo cuando los ancianos estuvieron recuperados, se animó a continuar su marcha sabiendo que Buda seguía su camino...
...Veinte años pasaron con el monje siguiendo el camino de Buda... y cada vez que se acercaba, algo sucedía que
retrasaba su andar. Siempre alguien que necesitaba de él evitaba, sin saberlo, que el monje llegara a tiempo. Finalmente se enteró de que Buda había decidido ir a morir a su ciudad natal.
Esta vez, dijo para sí, es la última oportunidad. Si no quiero morirme sin haber visto a Buda, no puedo distraer mi
camino. Nada es más importante ahora que ver a Buda antes de que muera. Ya habrá tiempo para ayudar a los demás, después. Y con su última mula y sus pocas provisiones, retomó el camino.
La noche antes de llegar al pueblo, casi tropezó con un ciervo herido en medio del camino. Lo auxilió, le dio de beber y cubrió sus heridas con barro fresco. El ciervo boqueaba tratando de tragar el aire, que cada vez le faltaba más. Alguien debería quedarse con él, pensó, para que yo pueda seguir mi camino. Pero no había nadie a la vista. Con mucha ternura acomodó al animal contra unas rocas para seguir su marcha, le dejó agua y comida al alcance del hocico y se levantó para irse.
Sólo llegó a hacer dos pasos, inmediatamente se dio cuenta que no podría presentarse ante Buda, sabiendo en lo profundo de su corazón que había dejado solo a un indefenso moribundo... Así que descargó la mula y se quedó a cuidar al animalito. Durante toda la noche veló su sueño como si cuidara a un hijo. Le dio de beber en la boca y cambió paños sobre su frente.
Hacia el amanecer, el ciervo se había recuperado. El monje se levantó, se sentó en un lugar apartado y lloró...
Finalmente, había perdido también su última oportunidad.
—Ya nunca podré encontrarte –dijo en voz alta.
—No sigas buscándome –le dijo una voz que venía desde sus espaldas— porque ya me has encontrado.
El monje giró y vio cómo el ciervo se llenaba de luz y tomaba la redondeada forma de Buda.
—Me hubieras perdido si me dejabas morir esta noche para ir a mi encuentro en el pueblo... y respecto a mi muerte, no te inquietes, el Buda no puede morir mientras haya algunos como tú, que son capaces de seguir mi camino por años,
sacrificando sus deseos por las necesidades de otros. Eso es el Buda, y Buda está en ti.
—Creo que entiendo. Un objetivo supuestamente elevado puede ser un incentivo para levantar vuelo, pero puede también
ser usado para justificar a algunos de los que se arrastran.
—Eso es, Demi. Eso es.
viernes, 28 de marzo de 2014
EL CIRCULO DEL NOVENTA Y NUEVE
— ¿Por qué, gordo, por qué nunca se puede estar tranquilo?
— ¿?
— Claro, a veces me pongo a pensar. La relación con Gabriela anda bárbara, mucho mejor que en otros tiempos, pero no
llega a ser lo que a mí me gustaría. No sé, falta pasión, fuego o diversión, no sé. En la facu, pasa algo parecido, voy a las
clases, aprendo, rindo los exámenes y los apruebo. Pero no es completo, me falta el gustito, el placer cotidiano de sentir
que estoy estudiando lo que quiero. Y lo mismo es con el trabajo. Estoy bien y me pagan buena guita, pero no la que a mí me gustaría ganar.
- ¿Y es todo así?
— Me parece que sí. Nunca puedo descansar y decir: bueno ahora sí, está todo bien. Es así con mi hermano, con mis
amigos, con la guita, con mi estado físico, con todas las cosas que me interesan.
— Hace unas semanas, cuando estabas angustiado por la situación en tu casa, ¿no te pasaba esto?
— Supongo que sí, pero había otras preocupaciones más grandes que tapaban estas otras cosas. Esto de hoy, de alguna
manera es “un lujo”, es lo que le daría completud a todo lo demás.
— ¿Esto es: tu preocupación empieza cuando los grandes problemas desaparecen?
— Claro.
— Esto es, este problema empieza cuando no tienes problemas.
— ¿Cómo?
— Claro, cuando todo mejora.
— ¡Y... sí!
— Dime, Demián, ¿cómo te suena esto de admitir que tienes un problema que empieza “cuando todo mejora”?
— Me siento un estúpido.
— Lo que es, es –me dijo el gordo—. Hace mucho que no te cuento un cuento de un rey.
— Verdad.
— Había una vez un rey, digamos “clásico”.
— ¿Qué es un rey “clásico”?
— Un rey “clásico” en un cuento, es un rey muy poderoso, que tiene una gran fortuna, un hermoso palacio, grandes
manjares a su disposición, hermosas esposas, y acceso a todo lo que se le ocurra. Y a pesar de todo eso, no es feliz.
— Ah...
— Y cuanto más clásico el cuento, más infeliz el rey.
— Y este rey ¿cuán “clásico” era?
— Muy clásico.
— ¡Pobre!
Había una vez un rey muy triste que tenía un sirviente, que como todo sirviente de rey triste, era muy feliz. Todas las
mañanas llegaba a traer el desayuno y despertar al rey contando y tarareando alegres canciones de juglares. Una gran sonrisa se dibujaba en su distendida cara y su actitud para con la vida era siempre serena y alegre. Un día, el rey lo
mandó a llamar.
—Paje –le dijo— ¿cuál es el secreto?
— ¿Qué secreto, Majestad?
— ¿Cuál es el secreto de tu alegría?
- No hay ningún secreto, Alteza.
— No me mientas, paje. He mandado a cortar cabezas por ofensas menores que una mentira.
— No le miento, Alteza, no guardo ningún secreto.
— ¿Por qué estás siempre alegre y feliz? ¿eh? ¿por qué?
— Majestad, no tengo razones para estar triste. Su alteza me honra permitiéndome atenderlo. Tengo mi esposa y mis
hijos viviendo en la casa que la corte nos ha asignado, somos vestidos y alimentados y además su Alteza me premia de
vez en cuando con algunas monedas para darnos algunos gustos, ¿cómo no estar feliz?
— Si no me dices ya mismo el secreto, te haré decapitar – dijo el rey—. Nadie puede ser feliz por esas razones que has
dado.
— Pero, Majestad, no hay secreto. Nada me gustaría más que complacerlo, pero no hay nada que yo esté ocultando...
— Vete, ¡vete antes de que llame al verdugo!
El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación. El rey estaba como loco. No consiguió explicarse cómo el paje estaba feliz viviendo de prestado, usando ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos. Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le contó su conversación de la mañana.
— ¿Por qué él es feliz?
— Ah, Majestad, lo que sucede es que él está fuera del círculo.
— ¿Fuera del círculo?
— Así es.
— ¿Y eso es lo que lo hace feliz?
— No, Majestad, eso es lo que no lo hace infeliz.
— A ver si entiendo, estar en el círculo te hace infeliz.
— Así es.
— Y él no está.
— Así es.
— ¿Y cómo salió?
— ¡Nunca entró!
¿Qué círculo es ese?
—El círculo del 99.
— Verdaderamente, no te entiendo nada.
— La única manera para que entendieras, sería mostrártelo en los hechos.
— ¿Cómo?
— Haciendo entrar a tu paje en el círculo.
— Eso, obliguémoslo a entrar.
— No, Alteza, nadie puede obligar a nadie a entrar en el círculo.
—Entonces habrá que engañarlo.
— No hace falta, Su Majestad. Si le damos la oportunidad, él entrará solito, solito.
— ¿Pero él no se dará cuenta de que eso es su infelicidad?
— Sí, se dará cuenta.
— Entonces no entrará.
— No lo podrá evitar.
— ¿Dices que él se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar en ese ridículo círculo, y de todos modos entrará en él y no podrá salir?
— Tal cual. Majestad, ¿estás dispuesto a perder un excelente sirviente para poder entender la estructura del círculo?
— Sí.
— Bien, esta noche te pasaré a buscar. Debes tener preparada una bolsa de cuero con 99 monedas de oro, ni una más ni
una menos. ¡99!
— ¿Qué más? ¿Llevo guardias por si acaso?
— Nada más que la bolsa de cuero. Majestad, hasta la noche.
—Hasta la noche.
Así fue. Esa noche, el sabio pasó a buscar al rey. Juntos se escurrieron hasta los patios del palacio y se ocultaron junto a
la casa del paje. Allí esperaron el alba. Cuando dentro de la casa se encendió la primera vela, el hombre sabio agarró la
bolsa y le pinchó un papel que decía:
ESTE TESORO ES TUYO. ES EL PREMIO POR SER UN BUEN HOMBRE.
DISFRÚTALO Y NO CUENTES A NADIE CÓMO LO ENCONTRASTE.
Luego ató la bolsa con el papel en la puerta del sirviente, golpeó y volvió a esconderse. Cuando el paje salió, el sabio y el rey espiaban desde atrás de unas matas lo que sucedía. El sirviente vio la bolsa, leyó el papel, agitó la bolsa y al escuchar el sonido metálico se estremeció, apretó la bolsa contra el pecho, miró hacia todos lados y entró en su casa.
Desde afuera escucharon la tranca de la puerta, y se arrimaron a la ventana para ver la escena. El sirviente había tirado todo lo que había sobre la mesa y dejado sólo la vela. Se había sentado y había vaciado el contenido en la mesa. Sus ojos no podían creer lo que veían. ¡Era una montaña de monedas de oro!
Él, que nunca había tocado una de estas monedas, tenía hoy una montaña de ellas para él. El paje las tocaba y
amontonaba, las acariciaba y hacía brillar la luz de la vela sobre ellas. Las juntaba y desparramaba, hacía pilas de
monedas. Así, jugando y jugando empezó a hacer pilas de 10 monedas:
Una pila de diez, dos pilas de diez, tres pilas, cuatro, cinco, seis... y mientras sumaba 10, 20, 30, 40, 50, 60... hasta que
formó la última pila: 9 monedas!
Su mirada recorrió la mesa primero, buscando una moneda más. Luego el piso y finalmente la bolsa. “No puede ser”,
pensó. Puso la última pila al lado de las otras y confirmó que era más baja.
— Me robaron –gritó— me robaron, malditos!
Una vez más buscó en la mesa, en el piso, en la bolsa, en sus ropas, vació sus bolsillos, corrió los muebles, pero no
encontró lo que buscaba. Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había 99
monedas de oro “sólo 99”. “99 monedas. Es mucho dinero”, pensó. Pero me falta una moneda. Noventa y nueve no es un
número completo –pensaba—. Cien es un número completo pero noventa y nueve, no.
El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma, estaba con el ceño fruncido y los rasgos
tiesos, los ojos se habían vuelto pequeños y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus, por el que asomaban sus
dientes.
El sirviente guardó las monedas en la bolsa y mirando para todos lados para ver si alguien de la casa lo veía, escondió la
bolsa entre la leña. Luego tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos. ¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar el
sirviente para comprar su moneda número cien?
Todo el tiempo hablaba solo, en voz alta. Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla. Después quizás no
necesitara trabajar más. Con cien monedas de oro, un hombre puede dejar de trabajar. Con cien monedas un hombre es rico. Con cien monedas se puede vivir tranquilo. Sacó el cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario y algún dinero extra que recibía, en once o doce años juntaría lo necesario.
“Doce años es mucho tiempo”, pensó. Quizás pudiera pedirle a su esposa que buscara trabajo en el pueblo por un tiempo.
Y él mismo, después de todo, él terminaba su tarea en palacio a las cinco de la tarde, podría trabajar hasta la noche y
recibir alguna paga extra por ello. Sacó las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo y el de su esposa, en siete años
reuniría el dinero. ¡Era demasiado tiempo!
Quizás pudiera llevar al pueblo lo que quedaba de comida todas las noches y venderlo por unas monedas. De hecho,
cuanto menos comieran, más comida habría para vender... Vender... Vender... Estaba haciendo calor. ¿Para qué tanta
ropa de invierno? ¿Para qué más de un par de zapatos? Era un sacrificio, pero en cuatro años de sacrificios llegaría a su
moneda cien.
El rey y el sabio, volvieron al palacio. El paje había entrado en el círculo del 99... ...Durante los siguientes meses, el
sirviente siguió sus planes tal como se le ocurrieron aquella noche. Una mañana, el paje entró a la alcoba real golpeando
las puertas, refunfuñando y de pocas pulgas.
— ¿Qué te pasa? –preguntó el rey de buen modo.
— Nada me pasa, nada me pasa.
— Antes, no hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo.
— Hago mi trabajo, ¿no? ¿Qué querría su Alteza, que fuera su bufón y su juglar también?
No pasó mucho tiempo antes de que el rey despidiera al sirviente. No era agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor.
— Y hoy cuando hablamos, me acordaba de ese cuento del rey y el sirviente. Tú y yo y todos nosotros hemos sido
educados en esta estúpida ideología: Siempre nos falta algo para estar completos, y sólo completos se puede gozar de lo
que se tiene. Por lo tanto, nos enseñaron, la felicidad deberá esperar a completar lo que falta... Y como siempre nos falta
algo, la idea retoma el comienzo y nunca se puede gozar de la vida...
Pero que pasaría si la iluminación llegara a nuestras vidas
y nos diéramos cuenta, así, de golpe que nuestras 99 monedas son el cien por cien del tesoro, que no nos falta nada, que nadie se quedó con lo nuestro, que nada tiene de más redondo cien que noventa y nueve que esta es sólo una trampa, una zanahoria puesta frente a nosotros para que seamos estúpidos, para que jalemos del carro, cansados, malhumorados, infelices o resignados.
Una trampa para que nunca dejemos de empujar
y que todo siga igual...
...eternamente igual!
...Cuántas cosas cambiarían si pudiésemos disfrutar de
nuestros tesoros tal como están
—Pero ojo, Demián, reconocer en 99 un tesoro no quiere decir abandonar los objetivos. No quiere decir conformarse con cualquier cosa. Porque aceptar es una cosa y resignarse es otra. Pero eso es parte de otro cuento.
POBRES OVEJAS
Me quedé boyando en el tema de las relaciones entre padres e hijos. ¡El gordo tenía razón! Cada generación ve las cosas desde su propio y único punto de vista. Nosotros y ellos como en otro tiempo, ellos y los abuelos, peleamos porque no podemos siquiera acordar una misma realidad.
— Hablé con mis viejos, ¿sabes?
— ¿Ahá?
— Le conté el cuento de la gallina.
— ¿Y?
—Al principio, reaccionaron exactamente como yo pensé que iban a hacer. Mi vieja diciendo que no entendía la relación
y mi viejo, diciendo que no estaba de acuerdo. Pero después nos quedamos callados un largo rato, y al final ya no estábamos tan en desacuerdo.
—Pudiste, por fin, acordar desacuerdos.
—Sí, es como tú decías, ponerse de acuerdo cuando nos ponemos de acuerdo es fácil, lo difícil es ponerse de acuerdo en que no estamos de acuerdo. Pero esto es lo que pasó.
— ¡Qué bueno!
— A pesar de todo, al final mi viejo aclaró que él cree que tiene prioridad de opinión por su edad, por su experiencia y
porque hay peligros en la vida que todavía no estamos en condiciones de enfrentar sin ellos, y toda la bola.
— ¿Y tú qué crees?
— Que no es cierto, que yo podría enfrentarme con casi todas las cosas.
— ¿Y con otras?
— Y con otras, creo que no.
— Entonces, el viejo tiene razón. Hay “peligros” para los cuales todavía los necesitas.
— Te deja en desventaja ese planteo, ¿eh?
— Sí, pero es verdad.
— ¡Es verdad! Ahora falta saber si es toda la verdad...
— ¿Cómo?
— Escucha...
Había una vez una familia de pastores. Tenían todas las ovejas juntas en un solo corral. Las alimentaban, las cuidaban y las paseaban. De vez en cuando, las ovejas trataban de escapar. Aparecía entonces el más viejo de los pastores y les decía:
—Ustedes, ovejas inconscientes y soberbias. No saben que afuera el valle está lleno de peligros. Solamente aquí podrán tener agua, alimentos y sobre todo, protección contra los lobos. En general, esto bastaba para frenar los “aires de libertad” de las ovejas. Un día nació una oveja diferente, digamos una oveja negra. Tenía espíritu rebelde y animaba a sus compañeras a huir hacia la libertad de la pradera. Las visitas del viejo pastor para convencer a las ovejas de los peligros exteriores, debieron hacerse cada vez más frecuentes. No obstante, las ovejas estaban inquietas y cada vez que se las sacaba del corral, daba más trabajo reunirlas.
Hasta que una noche, la oveja negra las convenció y huyeron. Los pastores no notaron nada hasta el amanecer, allí vieron el corral roto y vacío. Todos junto fueron a llorar a lo del anciano jefe de familia.
— Se han ido, se han ido.
— Pobrecitas...
— ¿Y el hambre?
— ¿Y la sed?
— ¿Y el lobo?
— ¿Qué será de ellas sin nosotros?
El anciano tosió, dio una pitada de la pipa y dijo:
—Es verdad, ¿qué será de ellas sin nosotros? Y lo que es casi peor... ¡¿Qué será de nosotros sin ellas?!
jueves, 27 de marzo de 2014
LA GALLINA Y LOS PATITOS
Venía discutiendo mucho con mis viejos. Yo me sentía totalmente incomprendido. Me parecía imposible no poder
entenderme con ellos. Sobre todo, con mi viejo. Siempre creí que mi papá era un tipo fantástico, y en aquel tiempo lo
seguía creyendo. Pero él se portaba como si pensara que yo era un idiota. Todo lo que yo hacía le parecía mal, o inútil, o
peligroso o inadecuado. Y cuando yo intentaba explicarlo era peor, no había dos ideas que pudiéramos compartir.
—...Y me resisto a creer que mi viejo se volvió estúpido.
—Bueno, no creo que se haya vuelto estúpido.
—Pero te aseguro, gordo, que se porta como si fuera tarado. Como si se encaprichara en posturas obtusas y pasadas de
moda. Mi viejo no es un tipo tan mayor como para no entender a los jóvenes... decididamente es muy extraño.
— ¿Cuento?
—Cuento.
Había una vez una pata que había puesto cuatro huevos... Mientras los empollaba, un zorro atacó el nido y la mató. Por
alguna razón no llegó a comerse los huevos antes de huir, pero estos quedaron abandonados en el nido. Una gallina
clueca que pasó por allí, encontró el nido sin cuidados y su instinto la hizo sentarse sobre los huevos para empollarlos.
Poco después nacieron los patitos y, como era lógico, tomaron a la gallina como su madre y caminaron en fila tras ella.
La gallina contenta con su nueva cría, los llevó hasta la granja. Todas las mañanas después del canto del gallo, mamá gallina rascaba el piso y los patos se esforzaban por imitarla. Cuando los patitos no conseguían arrancar de la tierra un mísero gusano, la mamá sacaba para todos sus polluelos, partía cada lombriz en pedazos y alimentaba a sus hijos en sus propios picos.
Un día, como otros, la gallina salió a pasear con su nidada por los alrededores de la granja. Sus pollitos, disciplinadamente, la seguían en fila. Pero de pronto, al llegar al lago, los patitos de un salto se zambulleron con naturalidad en la laguna, mientras la gallina cacareaba desesperada pidiéndoles que salieran del agua. Los patitos nadaban alegres chapoteando y su mamá saltaba y lloraba temiendo que se ahogaran. El gallo apareció por los gritos de la madre y se percató de la situación.
—No se puede confiar en los jóvenes –fue su sentencia— son unos imprudentes. Uno de los patitos que escuchó al gallo, se acercó a la orilla y les dijo:
—No nos culpen a nosotros por sus propias limitaciones.
—No pienses, Demián, que la gallina estaba equivocada. No juzgues tampoco al gallo. No creas a los patos prepotentes y desafiantes. Ninguno de estos personajes está equivocado, lo que sucede es que ven la realidad desde miradores distintos. El único error, casi siempre, es creer que el mirado en que estoy, es el único desde el cual se divisa la verdad.
El sordo siempre cree que los que danzan están locos.
EMPATÍA PARA CONVIVIR EN EL ENTORNO LABORAL
Hoy he releído un artículo que apareció este mes de agosto en Expansion.com. El artículo (que me encantó) se llamaba “No soporto a mis compañeros de trabajo“… ¡cuántas veces ocurre esto!
En nuestro trabajo pasamos más horas que en casa y nos vemos obligados a convivir mucho tiempo con personas con las que estamos bien, con personas que nos resultan indiferentes y con otras personas a las que simplemente ¡no podemos ni ver!
Las relaciones con nuestros compañeros son determinantes para tener un clima de trabajo saludable y hacer de nuestra experiencia laboral algo apetecible, por eso hay que hacer un gran esfuerzo para sortear estos problemas.
Como bien dice el artículo anteriormente mencionado, en el trabajo nos encontraremos con los trepas, los pesados, los envidiosos, los que te pondrían la zancadilla al menor resbalón, los vagos, los muy atareados o los que todo lo dejan para el día siguiente, pero también nos encontraremos con buenos compañeros. Con todos hay convivir y trabajar. Con los últimos nos apetecerá estar y con muchos otros lo mejor será coincidir lo menos posible, pero puesto que hay que ir a trabajar y hay que convivir, lo mejor es armarse de paciencia y pensar que: “En esta vida, todo lo que das te vuelve multiplicado por dos”.
Si eres intransigente, la vida te devolverá dos raciones de intransigencia, si eres mezquino, la vida te devolverá mezquindades, si eres paciente, la vida te devolverá paciencia, si eres buen compañero, la mayoría de tus compañeros se esforzarán por ser buenos compañeros contigo, aunque no lo sean con los demás.
Intentemos poner de nuestra parte para que la convivencia en el entorno de trabajo sea lo más satisfactoria posible, así es que para aplicar esta máxima, lo primero que tenemos que hacer es intentar entender al otro.
Ese compañero al que no soporto, seguramente es como es y actúa como actúa por alguna causa en concreto. Tómate un tiempo e intenta averiguar cómo es, qué es lo que le pasa. Con esto acabamos de entrar en el terreno de la EMPATÍA.
¿Qué es la empatía?
La empatía, como otros de los conceptos que ya hemos tratado en este blog (asertividad,resilencia, respeto y coherencia), es el término que define una habilidad muy valorada en la vida y en la empresa actual.
“La empatía es la capacidad de conocer, comprender y compartir los sentimientos de los demás sin necesidad de que éstos los verbalicen” (Sánchez y Gaya).
Gracias a esta habilidad emocional se pueden manejar y tratar de modo adecuado las emociones y sentimientos de la gente con la que nos relacionamos en el mundo laboral. Ser empático consiste en darse cuenta de lo que sienten los demás sin necesidad de que nos lo digan. Esta disposición facilita el ponernos en el punto de vista de los compañeros y adivinar lo que les pasa, lo que necesitan, con lo que nos colocamos en condiciones idóneas para comprenderles y saber por qué actúan de una manera determinada.
La empatía no debe confundirse con la identificación ni, con la imitación. El empático no pierde su personalidad, ni siquiera adopta temporalmente la del otro, simplemente lo entiende y valora el porqué de sus reacciones para poder contestarlas adecuadamente.
La empatía, como otros de los conceptos que ya hemos tratado en este blog (asertividad,resilencia, respeto y coherencia), es el término que define una habilidad muy valorada en la vida y en la empresa actual.
“La empatía es la capacidad de conocer, comprender y compartir los sentimientos de los demás sin necesidad de que éstos los verbalicen” (Sánchez y Gaya).
Gracias a esta habilidad emocional se pueden manejar y tratar de modo adecuado las emociones y sentimientos de la gente con la que nos relacionamos en el mundo laboral. Ser empático consiste en darse cuenta de lo que sienten los demás sin necesidad de que nos lo digan. Esta disposición facilita el ponernos en el punto de vista de los compañeros y adivinar lo que les pasa, lo que necesitan, con lo que nos colocamos en condiciones idóneas para comprenderles y saber por qué actúan de una manera determinada.
La empatía no debe confundirse con la identificación ni, con la imitación. El empático no pierde su personalidad, ni siquiera adopta temporalmente la del otro, simplemente lo entiende y valora el porqué de sus reacciones para poder contestarlas adecuadamente.
La empatía: Consejos para potenciarla
El ser humano en general tiene, genéticamente, una predisposición especial para experimentar la emoción de la empatía. Casi podríamos aventurarnos a decir que posee un gen de empatía. Si bien esa tendencia a reaccionar ante las manifestaciones emocionales de otra persona es innata, numerosas investigaciones han puesto de manifiesto que esta capacidad va desarrollándose de forma gradual y paulatina en cada individuo desde su nacimiento hasta alcanzar la edad adulta. Pero no basta con sentir los mismos sentimientos que el otro, es decir, ser empático a nivel afectivo. La empatía es una capacidad que se adquiere, en mayor o menor medida, a lo largo de toda la vida, a través de la relación con las demás personas (por imitación) y a través de la educación .
La habilidad para ser empático forma parte de la propia personalidad, pero como todas la habilidades, también puede y debe adquirirse y perfeccionarse.
El ser humano en general tiene, genéticamente, una predisposición especial para experimentar la emoción de la empatía. Casi podríamos aventurarnos a decir que posee un gen de empatía. Si bien esa tendencia a reaccionar ante las manifestaciones emocionales de otra persona es innata, numerosas investigaciones han puesto de manifiesto que esta capacidad va desarrollándose de forma gradual y paulatina en cada individuo desde su nacimiento hasta alcanzar la edad adulta. Pero no basta con sentir los mismos sentimientos que el otro, es decir, ser empático a nivel afectivo. La empatía es una capacidad que se adquiere, en mayor o menor medida, a lo largo de toda la vida, a través de la relación con las demás personas (por imitación) y a través de la educación .
La habilidad para ser empático forma parte de la propia personalidad, pero como todas la habilidades, también puede y debe adquirirse y perfeccionarse.
Para perfeccionar nuestra capacidad de empatía, sea esta mucha o poca, es aconsejable que nos interesemos por la persona o personas que tenemos enfrente: conocer su cultura, sus aficiones, su circunstancia vital, entender sus necesidades y objetivos. Solo así podremos ponernos en su lugar.
Además, Según la Dra.Jenny Moix, profesora titular de la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona, uno de los puntos esenciales para desarrollar la empatía consiste en aprender a escuchar. Ella describe cuatro aspectos a tener en cuenta:
1. Cuidado con los consejos
Al tratar con alguien a quien queremos ayudar a resolver su problema, no olvidemos que habrá pensado mucho sobre cómo solucionarlo y que probablemente habrá emprendido varios caminos para lograrlo. Antes de sugerir soluciones, debemos preguntar las posibilidades que se han barajado y los intentos de reparación emprendidos.
Nadie puede aportar una buena solución a un problema que no ha entendido. Por ello, primero deberíamos entender y luego procurar que el otro se sienta comprendido. Si no es así, nuestro consejo caerá en saco roto. Nunca se sigue un consejo de alguien que no parece haber entendido la situación. Así que no nos precipitemos en aconsejar: mejor escuchar y preguntar mucho antes de hacerlo. Nuestro interlocutor quizá sólo quiere ser escuchado y comprendido.
2. Evitemos juzgar
Juzgar es un acto casi automático. Si alguien nos cuenta el trance que está sufriendo, nuestro cerebro extrae conclusiones rápidas que suelen ser dicotómicas, con pocos matices, del tipo: “ha actuado mal” o “ha actuado bien”. Por suerte, con más tiempo solemos matizar, pero nuestra mente tiene estos arranques. Cuando alguien nos describa alguna situación dura por la que está atravesando, agradecerá que nos pongamos en su nivel y que no juzguemos. Algunas veces podemos pensar: “Yo no hubiera cometido estos errores”. Frenar nuestros impulsos de juzgar, y ser humildes ayudará a que los demás se sientan más cómodos y entendidos.
3. No relativicemos el problema del otro
Ante un compañero que no cuenta sus tristezas, podemos caer en la trampa de intentar que relativice diciéndole cosas del tipo: “Hay gente que está peor que tú”. Probablemente ya lo sabe, pero eso no le consuela. Incluso puede sentirse culpable por sentirse mal sabiendo que existen seres humanos que se encuentran muchísimo peor. Mejor será que permitamos que la persona que se queje y explote. A veces intentar relativizar es contraproducente.
4. Simplemente, debemos comprender
La comprensión es un bálsamo muy potente. Las personas con las que más a gusto nos encontramos son las que nos comprenden. Si queremos que los demás se sientan cómodos y comprendidos por nosotros, simplemente escuchemos sin juzgar; no aconsejemos con tanta facilidad; permitamos cualquier emoción sin intentar relativizarla; y pongámonos no sólo en su piel, sino sobre todo en su corazón. Preguntémonos: en estos momentos, ¿quién necesita nuestra comprensión?
Además, para mejorar nuestro nivel de empatía conviene tener en cuenta los siguientes puntos:
Confiar en los propios sentimientos. Es el punto de partida para poder intuir los sentimientos de los demás.
Desarrollar la asertividad (la capacidad para defender nuestros derechos sin menoscabar los derechos de otros).
Comprometerse con la sinceridad. No ocultar las emociones ni sentimientos, dejar que se manifiesten, pero con asertividad.
Pensar verdaderamente en la otra persona, para tratar de averiguar como se siente.
No provocar interrupciones bruscas en las conversaciones.
Además, Según la Dra.Jenny Moix, profesora titular de la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona, uno de los puntos esenciales para desarrollar la empatía consiste en aprender a escuchar. Ella describe cuatro aspectos a tener en cuenta:
1. Cuidado con los consejos
Al tratar con alguien a quien queremos ayudar a resolver su problema, no olvidemos que habrá pensado mucho sobre cómo solucionarlo y que probablemente habrá emprendido varios caminos para lograrlo. Antes de sugerir soluciones, debemos preguntar las posibilidades que se han barajado y los intentos de reparación emprendidos.
Nadie puede aportar una buena solución a un problema que no ha entendido. Por ello, primero deberíamos entender y luego procurar que el otro se sienta comprendido. Si no es así, nuestro consejo caerá en saco roto. Nunca se sigue un consejo de alguien que no parece haber entendido la situación. Así que no nos precipitemos en aconsejar: mejor escuchar y preguntar mucho antes de hacerlo. Nuestro interlocutor quizá sólo quiere ser escuchado y comprendido.
2. Evitemos juzgar
Juzgar es un acto casi automático. Si alguien nos cuenta el trance que está sufriendo, nuestro cerebro extrae conclusiones rápidas que suelen ser dicotómicas, con pocos matices, del tipo: “ha actuado mal” o “ha actuado bien”. Por suerte, con más tiempo solemos matizar, pero nuestra mente tiene estos arranques. Cuando alguien nos describa alguna situación dura por la que está atravesando, agradecerá que nos pongamos en su nivel y que no juzguemos. Algunas veces podemos pensar: “Yo no hubiera cometido estos errores”. Frenar nuestros impulsos de juzgar, y ser humildes ayudará a que los demás se sientan más cómodos y entendidos.
3. No relativicemos el problema del otro
Ante un compañero que no cuenta sus tristezas, podemos caer en la trampa de intentar que relativice diciéndole cosas del tipo: “Hay gente que está peor que tú”. Probablemente ya lo sabe, pero eso no le consuela. Incluso puede sentirse culpable por sentirse mal sabiendo que existen seres humanos que se encuentran muchísimo peor. Mejor será que permitamos que la persona que se queje y explote. A veces intentar relativizar es contraproducente.
4. Simplemente, debemos comprender
La comprensión es un bálsamo muy potente. Las personas con las que más a gusto nos encontramos son las que nos comprenden. Si queremos que los demás se sientan cómodos y comprendidos por nosotros, simplemente escuchemos sin juzgar; no aconsejemos con tanta facilidad; permitamos cualquier emoción sin intentar relativizarla; y pongámonos no sólo en su piel, sino sobre todo en su corazón. Preguntémonos: en estos momentos, ¿quién necesita nuestra comprensión?
Además, para mejorar nuestro nivel de empatía conviene tener en cuenta los siguientes puntos:
Confiar en los propios sentimientos. Es el punto de partida para poder intuir los sentimientos de los demás.
Desarrollar la asertividad (la capacidad para defender nuestros derechos sin menoscabar los derechos de otros).
Comprometerse con la sinceridad. No ocultar las emociones ni sentimientos, dejar que se manifiesten, pero con asertividad.
Pensar verdaderamente en la otra persona, para tratar de averiguar como se siente.
No provocar interrupciones bruscas en las conversaciones.
Concluyendo
La empatía no es una varita mágica que nos permite conectar directamente con otros y tener buenas relaciones con personas con las que no congeniamos, pero si es un buen ejercicio de aproximación y comprensión. Es posible que una vez entendido el punto de vista del otro seamos capaces de entender mejor su realidad y por tanto avanzar en la mejora de nuestras relaciones.
Además de realizar este ejercicio de empatía, es importante que en la relaciones con nuestros compañeros de trabajo impere el respeto y el espíritu de colaboración.
Si con todo y con eso, la relación resulta imposible, ¡ármate de paciencia! y trata de evitar a estos compañeros, cuanto menos coincidas con ellos, mejor.
La empatía no es una varita mágica que nos permite conectar directamente con otros y tener buenas relaciones con personas con las que no congeniamos, pero si es un buen ejercicio de aproximación y comprensión. Es posible que una vez entendido el punto de vista del otro seamos capaces de entender mejor su realidad y por tanto avanzar en la mejora de nuestras relaciones.
Además de realizar este ejercicio de empatía, es importante que en la relaciones con nuestros compañeros de trabajo impere el respeto y el espíritu de colaboración.
Si con todo y con eso, la relación resulta imposible, ¡ármate de paciencia! y trata de evitar a estos compañeros, cuanto menos coincidas con ellos, mejor.
miércoles, 26 de marzo de 2014
DIFERENCIAS ENTRE EMPATÍA Y SIMPATÍA
Hablamos hoy de dos componentes en las relaciones personales que guardan una íntima relación: empatía y simpatía.
empatía.
1. f. Identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro.
O, lo que es igual, la empatía es la capacidad de ponerse en el lugar de otro.
Lo que cuenta es que esa capacidad de ponerse en el lugar del otro se aprende. No se nace sabiendo hacerlo; a medida que nos vamos relacionando con las personas, la vamos construyendo y mejorando.
La simpatía, por el contrario, nace espontáneamente, sin necesidad de aprendizaje. Así lo indica su definición:
simpatía.
1. f. Inclinación afectiva entre personas, generalmente espontánea y mutua.
A la hora de la práctica, la principal diferencia entre simpatía y empatía es la siguiente:
Alguien te cae bien. Te da buena espina y te sientes cercano afectivamente a su forma de sentir o de pensar, sin importar que la comprendas del todo. Eso es simpatía.
Comprendes a la persona hasta tal punto de saber ponerte en su lugar, independientemente de si compartes o no su forma de ver las cosas. Eso es empatía.
Como ves, son independientes. Cuando te relacionas con otras personas, puedes sentir empatía, simpatía, ambas cosas a la vez o ninguna de ellas.
LA EMPATÍA
¿Qué es la empatía?
La empatía es la capacidad de ponernos en el lugar del otro, de entenderle y llegar a saber cómo se siente e incluso saber lo que puede estar pensando. Es una capacidad por lo tanto fundamental para relacionarnos con los demás.
¿Por qué es importante la empatía?
La capacidad de poder comprender a los demás y ponerse en el lugar de otros es algo fundamental para el desarrollo de la persona.
Nos ayuda a comprendernos mejor a nosotros mismos.
Favorece el desarrollo y la adaptación emocional, ya que aprendemos a no centrar en nosotros mismos aquello que ocurre a nuestro alrededor. Por ejemplo ante un enfado de una persona con nosotros, podemos salir de nosotros mismos e ir más allá comprendiendo al otro.
Las personas empáticas, por lo tanto se relacionan mejor con los demás. Estas relaciones son más ricas, los vínculos más estrechos, la comunicación más efectiva.
Contribuye a desarrollar la sociabilidad, y por lo tanto es un elemento fundamental de las habilidades sociales.
Es un componente fundamental de la Inteligencia Emocional.
Nos permite actuar considerando a los demás.
La empatía es esencial para ser personas populares y queridas. Si el otro siente que es comprendido y que no es juzgado, confiará en esa persona y se sentirá seguro en su compañía.
Al contribuir a todo esto, la empatía por lo tanto va a fortalecer la autoestima de la persona, su seguridad y equilibrio.
Es fundamental desarrollar la empatía en los niños y niñas, ya que si son empáticos, son menos agresivos, mas comunicativos, son capaces de expresar mejor sus sentimientos y crecen seguros y fortaleciendo su autoestima.
¿Cómo se desarrolla?
Como seres humanos, nacemos con la capacidad de ser empáticos, pero esta capacidad se va desarrollando a lo largo de la vida a medida que adquirimos determinadas habilidades. Estas habilidades se aprenden en la relación con los demás. Es por ello que los adultos y personas cercanas a los niños y niñas son fundamentales para este desarrollo, ya que serán las primeras relaciones y vínculos que establezca el pequeño.
En el primer año de vida, los bebés se relacionan con los demás de forma sobre todo instintiva, por necesidad. Pero no son capaces de distinguir su propia identidad (no se reconocen como personas), ni tampoco la identidad de los demás (no los reconocen como personas diferentes)
En torno al año, van adquiriendo conciencia de su propia persona y empiezan a distinguir a los demás como realidades distintas de la suya.
Más o menos entre los dos y los tres años, tienen la capacidad de comprender que los demás tienen sus propios sentimientos, que son diferentes de los de uno mismo. Entran en un proceso en el que poco a poco van entendiendo como sienten y cómo actúan los demás.
Alrededor de los 6 años, dan un paso más y llegan a comprender que las demás personas tienen una historia propia. Esto es muy importante porque pueden entender que un enfado de un momento, puede venir por un mal día.
A partir de esta edad, poco a poco van comprendiendo como son los demás y como se sienten, en un proceso continuo de interacción, imitación y observación de los otros.
A los 10 años ya pueden entender perfectamente a los demás y ponerse en el lugar de los otros. Aunque aún así, seguirán dando más importancia a sus propios sentimientos y pensamientos. La comprensión del otro es sobre todo emocional, entienden como se sienten los demás, pero aún les costará comprender lo que puede estar pensando la otra persona, cual es su estado interno.
En los años próximos a la adolescencia en torno a los 14 años, serán capaces de ponerse en el lugar del otro y de comprender lo que siente la otra persona y lo que puede estar pensando. En estos momentos es importante prestar atención a la autoestima de los adolescentes, y fortalecerla. Es muy probable que si la autoestima no es adecuada al tratar de interpretar lo que piensan los demás, se interpreten pensamientos negativos contra la propia persona.
PAUTAS PARA DESARROLLAR LA EMPATIA
Desarrolla tu empatía y muéstrala a los pequeños, ya que aprenden por lo que ven. Los valores y la forma de actuar de los adultos más cercanos es transmitida a los niños y niñas sin que apenas nos demos cuenta de ello.
Desarrolla una autoestima sana y fuerte en los pequeños, esto les permitirá ponerse en el lugar de los otros sin sentirse vulnerables o verse dañados por interpretaciones erróneas.
Enséñales a escuchar a los demás, que sienten los otros, que piensan, que les alegra, que les entristece, que temen, etc.
Habla con ellos y explícales tus emociones y tus sentimientos. De esta forma irán entiendo que ante una misma situación los otros también tienen pensamientos y emociones ajenas a las de uno mismo.
Enséñales con a prestar atención a los demás. Cuando hable otra persona escúchala, ellos aprenderán que eso es lo que se debe hacer y animales a ellos a que escuchen y miren a la persona.
lunes, 24 de marzo de 2014
LA HORMIGA COJA
Pronto dejará de sentir sus piernas, la vida de él desde hoy, será muy difícil, lo mejor será que no asista mas a la escuela, ya que sería muy doloroso para él, querer caminar, correr.
Ya no hay nada más que se pueda hacer: Señora. Al cumplir mi séptimo año, tuve un accidente muy grave, recuerdo que caminaba hacia casa, después de salir de la escuela, y de repente sentí que algo me golpeaba por detrás, en ese momento sentí que el mundo entero daba vueltas, y que yo volaba, cuando al fin caí al suelo, lo único que pude ver, fue a un coche yéndose lo más rápido que podía, y la gente amontonándose a mi alrededor, y yo, intentando moverme como sea.
Después de eso no recuerdo nada más. Esto ¿Por qué me paso a mí…? Mamá… ¿Ahora… cual es la razón, por la que debo vivir? Cuando pienso en el futuro que me espera, no puedo evitar llorar. Mamá ¿Podre caminar…? Mamá trabajaba en un restaurante que estaba en el centro de la ciudad, así que yo siempre acompañaba a mi mamá, ella decía que de esa forma yo no estaría solo y ella tampoco.
Los recuerdos de aquel árbol de eucalipto, quien me hacía sombra, aun perduran en mi mente, mamá hacía de todo para contentarme. Incluso muchas veces cuando me veía deprimido, me cantaba la canción de la hormiga. Somos hormigas, que caminamos juntos por el sendero, uno dos y tres.
Cada una un paso hacia adelante y otro hacia atrás… Las hormigas son criaturas asombrosas, pueden cargar más del doble de su peso, ellas, ellas, por más difíciles que sean sus vidas, jamás dejan las cosas importantes de la vida, y menos se rinden… Yo, con todos los deseos de mi corazón, quisiera ser una hormiga, pero en mi estado, no soy nada más, que una pobre hormiga coja.
Mamá, desde hoy, no te preocupes por como viviré, sino, porque viviré… Solo por ti, solo por ti viviré… Todos los días veía a niños jugar, yo con todas las fuerzas de mi corazón quería alcanzarlos, duele mucho, duele mucho mamá, cuando pienso en todo lo que pude haber hecho, no puedo evitar llorar, de haber sabido que esto me pasaría, hubiese hecho más cosas.
Si lo hubiera sabido, hubiese corrido más y más, hasta mas no poder correr, podría haber jugado a que era uno de los galácticos del fútbol Hubiese disfrutado más de mi vida… Todos los días, el mismo árbol y el mismo dolor, hay veces en la que soñaba, que corría por todo el cielo, y algunas estrellas me sonreían, recuerdo haber perseguido a un Pegaso en mis sueños, pero justo cuando estaba a punto de alcanzarlo…
Me levantaba… La verdad, es que tengo miedo, mucho miedo, pero no quiero que mamá lo sepa, ya que en todo este mundo, solo estamos los dos. Viví un año compareciéndose y resignándome a aquella vieja silla de ruedas, me había convertido en un resignado, mi única distracción, era ver la marcha de las hormigas, pero el día de hoy ha pasado algo que nunca imagine ver…
Había un grupo de hormigas marchando hacia su casa, y unos niños muy malcriados, las pisaron, como si ellas no fueran nada. Yo intenté detenerlos pero no pude, cuando aquellos niños se cansaron de jugar. Me acerqué hacia el cementerio de esas heroínas, muchas habían caído, y las pocas que quedaron, inmediatamente se formaron, para seguir su marcha marcial, todo eso era tan triste como lo era mi vida, recuerdo que empecé a llorar, y llorar.
Nadie más que yo podía entender lo que era tener todo este dolor tan adentro de mí, y no poder sacarlo. Vivir con todo esto es muy difícil. Pero de pronto, algo se movía, era una pequeña hormiga, que había sido pisada, y debido a eso, una de sus patitas quedo destrozada, yo me quede atónito mirándola, a pesar de que se caía, intentaba levantarse.
No pude hacer nada más que animarla, esa hormiga era yo mismo, ¡Vamos! ¡No te rindas! – le gritaba. Paso bastante tiempo, y aquella pequeña hormiga después de tanto esfuerzo, se pudo poner de pie, y esforzándose más, logro caminar, hasta lograr marchar junto a sus compañeras.
En ese momento lo entendí, mi pierna no es mi vida, mi corazón es mi vida, y mientras el siga latiendo, yo seguiré viviendo. Dentro de mí nació una idea, que pasaría si yo, ¿hiciera lo mismo? Si no lo intentaba nunca lo sabría, porque el que no lo intenta nunca tendrá nada que perder.
Mamá lejos de amarrarme a esa silla, lo que hizo fue apoyarme, todos los doctores y especialistas se rindieron, pero ella no lo haría nunca, lo más fácil fue ponerme de pie, lo más difícil, fue dar mi primer paso, primero fueron unos cuantos pasos por el parque, y cuando logre caminar seis metros sin detenerme, empecé a subir gradas.
Cada día, avanzaba más y más, pero aun no era suficiente para mí, quería hacer esto por mí, y por mamá, que lo daba todo por mí. Me puse muchas metas, si me caía, me volvería a levantar y caminaría más y más, por cada caída, aumentaría un metro más a mis pasos. Me puse retos cada vez, más y más difíciles, la gente siempre me miraba con pena, pero yo no quería su pena, lo que en verdad quería, era su comprensión.
Después de un largo tiempo de haber comenzado, ya era capaz de caminar hasta mi casa, todo esto era maravilloso, pero mi ambición siguió creciendo, por esa época, era septiembre, y toda la gente de mi ciudad, acudía al Santuario de Locumba. Tacna estaba muy lejos de Locumba, si iba en carro demoraría seis horas en llegar hasta ahí, ¿pero? ¿Y si caminaba?
Entonces lo decidí, caminaría hasta el santuario de Locumba, no importa lo que pasara o lo que me demorada. Mamá, por primera vez se opuso, estaba muy orgullosa de mí, pero, su preocupación era muy grande. Esa noche mientras que mamá dormía, Salí de casa, cogí mi bastón, y me puse mi mochila a la espalda, estaba decidido y nada me haría cambiar de opinión, me acerque a la habitación de mamá y le deje una carta antes de partir.
Quería madre, te doy las gracias, por caminar junto a mi todo este tiempo, cuando pienso en mi vida, no puedo dejar de agradecerte, es por eso que… Desde hoy, no caminare rápido, iré muy despacio a propósito, quiero ser útil, para los demás, desde hoy no lloraré y me enojaré, pase lo que pase, voy a sonreír, porque yo, quiero ser feliz…
Cuando camino, no puedo evitar pensar en el futuro, cuando leas esto, yo estaré rumbo a mi destino. Por favor ayúdame, no me cortes mis alas… El camino parecía ser fácil, pero cuando salió el sol, todo cambio, sentía que no podía dar un paso más. Sentía que mi cuerpo ya no me respondía, el sol quemaba todo lo que tocaba, y muy pronto casi toda mi ración de agua se había agotado, en un descuido mío, resbale, y una de mis zapatillas se rompió, el camino era más largo de lo que pensaba, si caminar de día era una pesadilla, la noche no se quedaba atrás, ya que el frío está en todas partes, algunas personas se burlaban de mí, desde sus carros.
Y otras más, me invitaban a ir con ellos, pero, esto es algo que debía hacer yo solo, era la mayor prueba de mi vida, y no podía salir reprobado. Estuve muchas horas caminando, al segundo día, aun siendo de atardecer, me encontré con lo más difícil del camino, era una subida enorme, parecía que tocaba el cielo.
Por más que caminaba, parecía que nunca llegaba a la cima, así que me eche a dormir a las sombras de un árbol. Estaba decidido a continuar mi camino, apenas el sol, volviera a salir. Esa noche mientras dormía, soñaba que al fin había alcanzado a aquel Pegaso que siempre se me escapaba, soñé que volaba encima de él, y mamá, venia conmigo a mi lado. Apenas salió el sol, me puse en marcha, esta vez sí lo lograría, la subida fue muy difícil, pero al medio día ya había alcanzado la cima, y el resto del camino, fue mucho más fácil, al atardecer logré llegar al santuario de Locumba, y en el fin del camino, estaba mamá, y mucha gente esperándome, a cada paso que daba, escucha gritos de la gente.
¡Si se puede! ¡Si se puede! ¡Si se puede!
Todo esto fue muy conmovedor para mí, pero al fin logré llegar a mi meta, desde ese día mi vida fue más fácil, sentía que podía caminar más y más, y muy pronto empecé a correr. Al final tuve un premio enorme, la sonrisa de mamá era algo que no tenía precio. Yo tenía una nueva meta, recorrer Tacna – Lima, o quizás recorrer todo el Perú, no importando el tiempo que me demorada. Aunque recorrer todo el mundo tampoco suena mal.
Después de todo, los viajes de la hormiga coja, recién habían comenzado. En mis viajes, hay algo que descubrir, detrás de toda tristeza, siempre habrá una sonrisa, después de cada lágrima, habrá un momento de felicidad. La felicidad es algo que debemos buscar, y cuando la hallemos, jamás soltarla.
CAERSE NO TIENE NADA DE MALO, LO MALO ESTA EN NO INTENTAR LEVANTARSE
Autor : Elvis Eberth Huanca Machaca,escritor peruano
jueves, 20 de marzo de 2014
CARPINTERÍA " EL SIETE"
— Es que además de obtusos hay tipos que no se dejan ayudar – me quejé.
El gordo se acomodó y contó:
Era una pequeña casucha, casi un ranchito en las afueras de la ciudad. Un pequeño taller adelante con unas pocas
máquinas y herramientas, dos piezas, una cocina y un rudimentario baño atrás... Sin embargo, Joaquín no se quejaba, en estos dos años el taller de carpintería “El 7” se había hecho conocer en el pueblo y él ganaba suficiente dinero como para no tener que recurrir a sus magros ahorros.
Esa mañana, como todas, se levantó a las seis y media para ver salir el sol. No obstante, no llegó al lago. En el camino, a
unos 200 metros de su casa, casi tropezó con el cuerpo herido y maltrecho de un joven. Con rapidez, se arrodilló y apoyó su oído contra el pecho del joven... débilmente, allá en el fondo, un corazón luchaba por mantener lo que quedaba de vida en ese cuerpo sucio y hediente a sangre, a mugre y a alcohol.
Joaquín fue a buscar y trajo una carretilla, sobre la que cargó al joven. Al llegar a la casa tendió el cuerpo sobre su cama, cortó las raídas ropas y lo higienizó cuidadosamente con agua, jabón y alcohol. El muchacho, además de su borrachera había sido golpeado con salvajismo. Tenía heridas cortantes en las manos y la espalda, y su pierna derecha estaba fracturada.
Durante los siguientes dos días, toda la vida de Joaquín se centró en la salud de su obligado huésped: curó y vendó las
heridas, entablilló su pierna y alimentó al joven de a pequeñas cucharadas con caldo de pollo. Cuando el joven despertó, Joaquín estaba a su lado mirándolo con ternura y ansiedad.
— ¿Cómo estás? –preguntó Joaquín.
—Bien... creo –respondió el joven mientras se miraba su cuerpo aseado y curado — ¿quién me curó?
— Yo.
— ¿Por qué?
— Porque estabas herido.
— ¿Sólo por eso?
— No, también porque necesito un ayudante.
Y ambos rieron con ganas. Bien comido, bien dormido y sin beber alcohol, Manuel, que así se llamaba el joven, se
fortaleció enseguida. Joaquín intentaba enseñarle el oficio y Manuel intentaba rehuir del trabajo todo lo que podía. Una y
otra vez Joaquín inculcaba en aquella cabeza deteriorada por la vida transcurrida, las ventajas del buen trabajo, del buen nombre y de la vida buena. Una y otra vez, Manuel parecía entender y dos horas o dos días después, volvía a quedarse dormido o se olvidaba de cumplir con la tarea que Joaquín le había encomendado.
Pasaron meses. Manuel estaba curado. Joaquín había destinado para Manuel la habitación principal, una participación en el negocio y el primer turno del baño, a cambio de la promesa del joven, de dedicación al trabajo. Una noche, mientras Joaquín dormía, Manuel decidió que seis meses de abstinencia eran bastante y creyó que una copa en el pueblo no le haría daño. Por si Joaquín se despertaba en la noche, cerró la puerta de su habitación desde adentro y salió por la ventana dejando la vela encendida para dar la impresión de que se encontraba allí.
A la primera copa siguió la segunda, y a esta la tercera, y la cuarta, y otras muchas... Cantaba con sus compañeros de
trago, cuando pasaron los bomberos por la puerta del boliche haciendo sonar la sirena. Manuel no asoció este hecho con lo ocurrido hasta que de madrugada, tambaleándose hasta su casa, vio la muchedumbre reunida en su cuadra... Sólo alguna pared, las máquinas y unas pocas herramientas se salvaron del incendio. Todo lo demás quedó destruido por el fuego. De Joaquín sólo se encontraron cuatro o cinco huesos chamuscados, que enterraron en el cementerio bajo una lápida donde Manuel hizo escribir:
“LO HARÉ, JOAQUÍN. ¡LO HARÉ!”
Con mucho trabajo, Manuel, reconstruyó la carpintería. Él era vago, pero hábil y lo que aprendió de Joaquín alcanzó para llevar adelante el negocio. Siempre sentía que, desde algún lugar, Joaquín lo miraba y alentaba. Manuel lo recordaba en cada logro: su casamiento, el nacimiento de su primer hijo, la compra de su primer auto... ...A quinientos kilómetros de allí Joaquín, vivito y coleando, se preguntaba si era lícito mentir, engañar y prenderle fuego a esa casa tan bonita sólo para salvar a un joven. Se contestó que sí, y rió de sólo pensar en la policía de pueblo que confunde huesos humanos con huesos de cerdo... Su nueva carpintería era un poco más modesta que la anterior, pero ya era conocida en el pueblo... se llamaba...CARPINTERÍA “EL 8”.
— A veces, Demián, la vida te hace difícil poder ayudar a un ser querido. No obstante, si hay alguna dificultad que vale
la pena enfrentar, es la de estar para otro. Esto no es un “deber moral” ni nada que se le parezca, esta es una elección de vida que cada uno puede hacer a su tiempo y en la dirección que desee.
Mi experiencia personal vivencial y observatoria me hace creer que el ser humano libre y encontrado consigo mismo es generoso, solidario, amable y capaz de disfrutar por igual del dar y del recibir. Por lo tanto, cada vez que te encuentres con aquellos que viven mirándose al ombligo, no los odies; ya bastante despelote deben tener con ellos mismos. Cada vez que te descubras en actitudes mezquinas, ruines o pequeñas, aprovecha para preguntarte qué te está pasando. Te garantizo que en algún lugar erraste el rumbo. Alguna vez, escribí:
Un neurótico no necesita
un terapeuta que lo cure
ni un papito que lo cuide.
Todo lo que necesita
es un maestro que le muestre
dónde perdió el camino.
lunes, 17 de marzo de 2014
¡ NO MEZCLAR!
— Gabriela siempre se está quejando de que yo no le presento a mis amigos. Todo el tiempo quiere conocer a los chicos y las chicas de la facultad. ¡Me tiene harto!
— ¿Y tú le presentas a la gente de la facultad?
— Yo no la oculto. Si nos cruzamos con alguien en la calle o en una fiesta yo la presento, pero lo que ella quisiera es
entrar en mi mundo de relaciones.
—Que es, si yo entiendo bien, justo justo lo que tú no quieres.
—Y... depende...
— ¿Depende de qué?
— Qué sé yo. Depende. Si la cosa se da naturalmente, está bien. Pero forzar situaciones, no.
— ¿Tú me estás cargando? ¿Qué es forzar situaciones? Que haya una fiesta de la gente de la facultad, que te inviten, y que vayas con tu novia, ¿eso es forzar?
— Sí, claro que es forzar. No tiene nada que ver. Si nadie la conoce.
— Esto parece joda, Demián. Yo tenía un primo que antes de almorzar y antes de cenar se comía un sándwich, porque
decía que no podía comer nada con el estómago vacío.
— Yo no veo la relación entre el chiste y lo mío.
—No, hoy no le ves la relación a nada. Me dices que no le das lugar a Gabriela entre tus amigos, porque ni la conocen y no la conocen porque tú no le das lugar...
—...
— ¿Para qué, Demián?
— Porque Gabriela...
— ¿Para qué, Demián, para qué?
— ¿Para qué?... Para no mezclar.
— ¿Cómo es eso?
— Claro, yo no quiero mezclar estos dos grupos de relaciones... Y no creas que me resulta fácil. No sólo Gabriela se enoja, la verdad es que también discuto con mis compañeros de la facu, también ellos insisten para que traiga a Gaby.
Nadie entiende que quiero tener las cosas en su lugar: una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
— Pero dime, esta cosa y esta otra cosa y las otras cosas diferentes de estas cosas, ¿no están acaso anidando todas
adentro de ti?
—¿Para qué quieres que no se mezclen?
—No sé, gordo, pero no quiero mezclarlas.
—No es la primera vez que haces esto, ¿verdad?
— ¿Cómo que no es la primera vez?
—Claro, ya otras veces me has contado que te ocupas de no mezclar.
—Ah, sí, creo que te hablé alguna vez de no mezclar mi familia con mis amigos, la gente del club con la de la facultad, y no sé cuál otra.
—Yo siento que intentar preservar lugares privados que te pertenecen debe ser útil, es cierto. Pero también creo que
encasillar los hechos y las personas de tu vida para que nunca se crucen, es demasiado fatigoso y a veces, yo diría
peligroso.
— ¿Por qué peligroso?
— Porque me parece que poniendo barreras y limitaciones, los otros empiezan a dudar de sus propios lugares y reclaman que les des la posibilidad de compartir contigo tus cosas, sobre todo las que se ve que son importantes.
—Ese es su problema, no el mío.
— No te pongas rígido. Será su problema, pero tú eres el que tiene que saber que el otro se queda resentido, se siente excluido y despreciado. Este es el riesgo. Quizás terminas hiriendo al otro “por no mezclar”, arruinas tu relación con ellos, por poner vallas.
—Creo que lo hago sólo con mis grupos de amigos, porque son totalmente separados...
—Demi, algunos meses después de empezar terapia conmigo, llegaste de la facultad, te habías quedado sin guita y no querías pedirle a tus viejos. ¿Te acuerdas? Yo, naturalmente, te ofrecí prestarte hasta el mes siguiente, o hasta cuando tuvieras. ¿Sí?
—Sí.
— ¿Y te acuerdas qué pasó?
—Sí, no la quise aceptar.
— ¿Te acuerdas de tus argumentos?
—No, no sé.
—Me dijiste que te sorprendía, que me agradecías pero que “no querías mezclar”. ¿No te suena esa frase?
—Bueno, pero tú no te sentiste ni despreciado, ni excluido, ni no sé qué...
— ¿Estás seguro?
— ...Casi.
— Mientes. No estás seguro ni un poquito.
— Mira, contigo, no estoy seguro ni de cómo me llamo.
— Te puedo asegurar, Demi, que a veces no importa cuán claro tengas las cosas. Cuando tú ofreces ayuda de corazón al otro y el otro la rechaza porque es estúpido, orgulloso o simplemente porque sí, no tienes ganas de festejar; la primera sensación es de mandarlo a la mierda.
—Es verdad, entiendo.
—Para variar te voy a contar un cuento
— Yo no la oculto. Si nos cruzamos con alguien en la calle o en una fiesta yo la presento, pero lo que ella quisiera es
entrar en mi mundo de relaciones.
—Que es, si yo entiendo bien, justo justo lo que tú no quieres.
—Y... depende...
— ¿Depende de qué?
— Qué sé yo. Depende. Si la cosa se da naturalmente, está bien. Pero forzar situaciones, no.
— ¿Tú me estás cargando? ¿Qué es forzar situaciones? Que haya una fiesta de la gente de la facultad, que te inviten, y que vayas con tu novia, ¿eso es forzar?
— Sí, claro que es forzar. No tiene nada que ver. Si nadie la conoce.
— Esto parece joda, Demián. Yo tenía un primo que antes de almorzar y antes de cenar se comía un sándwich, porque
decía que no podía comer nada con el estómago vacío.
— Yo no veo la relación entre el chiste y lo mío.
—No, hoy no le ves la relación a nada. Me dices que no le das lugar a Gabriela entre tus amigos, porque ni la conocen y no la conocen porque tú no le das lugar...
—...
— ¿Para qué, Demián?
— Porque Gabriela...
— ¿Para qué, Demián, para qué?
— ¿Para qué?... Para no mezclar.
— ¿Cómo es eso?
— Claro, yo no quiero mezclar estos dos grupos de relaciones... Y no creas que me resulta fácil. No sólo Gabriela se enoja, la verdad es que también discuto con mis compañeros de la facu, también ellos insisten para que traiga a Gaby.
Nadie entiende que quiero tener las cosas en su lugar: una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
— Pero dime, esta cosa y esta otra cosa y las otras cosas diferentes de estas cosas, ¿no están acaso anidando todas
adentro de ti?
—¿Para qué quieres que no se mezclen?
—No sé, gordo, pero no quiero mezclarlas.
—No es la primera vez que haces esto, ¿verdad?
— ¿Cómo que no es la primera vez?
—Claro, ya otras veces me has contado que te ocupas de no mezclar.
—Ah, sí, creo que te hablé alguna vez de no mezclar mi familia con mis amigos, la gente del club con la de la facultad, y no sé cuál otra.
—Yo siento que intentar preservar lugares privados que te pertenecen debe ser útil, es cierto. Pero también creo que
encasillar los hechos y las personas de tu vida para que nunca se crucen, es demasiado fatigoso y a veces, yo diría
peligroso.
— ¿Por qué peligroso?
— Porque me parece que poniendo barreras y limitaciones, los otros empiezan a dudar de sus propios lugares y reclaman que les des la posibilidad de compartir contigo tus cosas, sobre todo las que se ve que son importantes.
—Ese es su problema, no el mío.
— No te pongas rígido. Será su problema, pero tú eres el que tiene que saber que el otro se queda resentido, se siente excluido y despreciado. Este es el riesgo. Quizás terminas hiriendo al otro “por no mezclar”, arruinas tu relación con ellos, por poner vallas.
—Creo que lo hago sólo con mis grupos de amigos, porque son totalmente separados...
—Demi, algunos meses después de empezar terapia conmigo, llegaste de la facultad, te habías quedado sin guita y no querías pedirle a tus viejos. ¿Te acuerdas? Yo, naturalmente, te ofrecí prestarte hasta el mes siguiente, o hasta cuando tuvieras. ¿Sí?
—Sí.
— ¿Y te acuerdas qué pasó?
—Sí, no la quise aceptar.
— ¿Te acuerdas de tus argumentos?
—No, no sé.
—Me dijiste que te sorprendía, que me agradecías pero que “no querías mezclar”. ¿No te suena esa frase?
—Bueno, pero tú no te sentiste ni despreciado, ni excluido, ni no sé qué...
— ¿Estás seguro?
— ...Casi.
— Mientes. No estás seguro ni un poquito.
— Mira, contigo, no estoy seguro ni de cómo me llamo.
— Te puedo asegurar, Demi, que a veces no importa cuán claro tengas las cosas. Cuando tú ofreces ayuda de corazón al otro y el otro la rechaza porque es estúpido, orgulloso o simplemente porque sí, no tienes ganas de festejar; la primera sensación es de mandarlo a la mierda.
—Es verdad, entiendo.
—Para variar te voy a contar un cuento
Había una vez un señor que tenía un sirviente bastante tonto. El señor no era tan mezquino como para echarlo, ni tan generoso como para mantenerlo sin que hiciera nada, (que es lo mejor que se puede hacer con un tonto!). El caso es que el señor trataba de darle tareas sencillas para que el tonto “sirviera para algo”. Un día lo llamó y le dijo:
—Anda hasta el almacén y compra una medida de harina y una medida de azúcar. La harina es para pan y el azúcar para dulce, así que: Que no se mezclen. ¿Me escuchaste? ¡Que no se mezclen!
El sirviente hizo esfuerzos por retener la orden: una medida de harina, una medida de azúcar y que no se mezclen... Que no se mezclen. Tomó una bandeja y partió al almacén. Camino al almacén repetía para sus adentros “una medida de harina y una medida de azúcar pero que no se mezclen!” Llegó al almacén:
—Una medida de harina, señor.
El almacenero metió el jarro de la medida en la harina y la sacó colmada. El sirviente acercó la bandeja y el almacenero vació el jarro sobre la bandeja.
—Y una medida de azúcar –dijo el comprador.
Otra vez el almacenero tomó una medida, la introdujo en el gran cajón y la sacó, esta vez llena de azúcar.
— ¡Que no se mezclen! –dijo el sirviente.
—Y entonces ¿dónde pongo el azúcar? –preguntó el almacenero.
El otro pensó un rato, y mientras pensaba (cosa que buen trabajo le costaba), pasó la mano por el lado de abajo de la
bandeja “dándose cuenta que estaba vacío” (¿?), así que en una rápida decisión, dijo:
—Acá –Y dio vuelta la bandeja derramando, por supuesto, la harina.
El sirviente dio media vuelta y volvió contento a la casa: una medida de harina, una de azúcar y que no se mezclen.
Cuando llegó el señor de la casa lo vio entrar con la bandeja de azúcar, le preguntó:
— ¿Y la harina?
— ¡Que no se mezclen! – contestó el tonto— ¡Está acá!... y en un rápido movimiento, dio vuelta la bandeja...derramando también el azúcar...
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