Avanza como una serpiente por tu cuerpo, silenciosamente, lentamente…
Cuando se nos clava una persona entre ceja y ceja ya hay muy poco que hacer. Sus andares, su postura o su torpeza nos parecen exagerados, incluso sus gestos, sonrisas o comportamientos. Su físico nos hace girar la cara y ninguna de sus capacidades nos merece el menor respeto. Todo lo que le rodea tiene una especial capacidad de sacarnos de nuestras casillas, y como si de un complot se tratase, nadie más parece darse cuenta de esa característica.
Su voz aun resuena más fuerte en nuestra cabeza si la queremos olvidar; nos recuerda el rechinar de los dientes, tan habitualmente en nuestra boca al soportar la rabia que nos infunde su presencia. Solo dos palabras de sus labios pueden aflorar el más puro odio en nuestras venas y marchitar por completo todo rastro de amor.
El odio, ese odio que sentimos sin proponérnoslo, que habita hasta en el alma más pura, y que es capaz de destrozar hasta el corazón más fuerte. Es ese odio el que nos hace repeler a esa persona, querer apartarla de nuestra vida, querer olvidarla para siempre.
Pero aun se hace más fuerte cuando lo alimentamos cada día con su presencia, con sus gestos, su cara, su voz. Es aun peor cuando no puedes separarla de tu vida, cuando no puedes olvidarla, cuando no puede dejar de ser parte de ti. Pero lo peor de todo es cuando esa persona eres tú.
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