Sábanas blancas se entrizaban rigurosamente sobre tus cansadas piernas y el gota a gota, lento, callado, se introducía en tu brazo intentando hidratarte torpemente.
¡Si pudiese abrazarte, madre!
Pero tú, querías marcharte. Viajar al cielo, soltar las ataduras
de este cuerpo que nos atenaza y ser plenamente feliz junto a Dios.
Poco a poco te ibas, sin equipaje. Dejaste caer una perla transparente de tus ojos y con un último respiro me avisaste
que había llegado el momento de partir.
Me sentí sola. Creí que el mundo se paraba. El tiovivo que trae
el día y trae la noche dejó de girar. La vida perdía el sentido…
De pronto, te sentí muy cerca. Escuché tu voz susurrándome: “Estoy aquí pequeña. Siempre a tu lado”.
Y aquel día comprendí que te llevaba dentro del alma.
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